Nicola Costantino
En los últimos días de 1999 me encontraba en el campo de mi amigo Sebastiano Mauri, donde íbamos a pasar las celebraciones de la entrada del nuevo milenio. Allí se encontraba don Nievas, el gaucho jefe de los gauchos, el hombre de mayor experiencia, el más respetado del campo. A mí me encantaba pasar tiempo con él; lo acompañaba a ver cómo las yeguas parían y lo observaba trabajar. Le hacía muchas preguntas. Él me contaba sobre las tareas en el campo y las carneadas. Don Nievas no entendía del todo bien qué era lo que yo hacía: me llamaba "la doctora". Cuanto más tiempo compartíamos, más respeto me generaba. Era el cacique del lugar, un jefe natural.
Me iban a proveer de un animal de 150 kilogramos para mi obra Ternerobola. Lo obtendríamos de la carneada que don Nievas iba a realizar como tradición de este día festivo, y yo me llevaría el cuero del animal, con cabeza y patas, para hacer la bola. Este sería el primer acto de la cadena en que el animal terminaría siendo consumido como alimento. En aquel momento, yo estaba muy involucrada con la manipulación de animales muertos y nonatos, los que calcaba para mis esculturas. Pero eso era algo que podía compararse con lo que hace un cocinero o un carnicero, porque utilizaba y manipulaba animales que compraba en el supermercado. Entonces quise hacer yo misma la carneada. Sabía que podía; lo había visto a don Nievas hacerlo dos veces y lo había interrogado mucho al respecto. Pasar por esa experiencia era rendir el examen que me posicionaría en otro lugar en relación con mi obra y mi compromiso con la temática recurrente en mi trabajo: la muerte. Matar es algo serio; no cualquiera mata.
Le pregunté a don Nievas si me daba su consentimiento para hacer la carneada yo misma. Siendo mujer, y viniendo de la ciudad, le estaba pidiendo ocupar su lugar en esta ceremonia. Él, que era el único que tenía licencia para matar, me entregó su facón y me dijo: "Estoy seguro que podrás hacerlo perfectamente". Entonces lo hice. Me puse el vestido largo que había llevado para la fiesta de esa noche, don Nievas se puso su traje de domingo, el de faja con monedas, y así nos dispusimos para la ceremonia. El animal estaba echado con las patas atadas, muy tranquilo, mientras tres hombres lo pisaban para evitar movimientos bruscos, y yo me arrodillé por detrás de su cabeza. Rogaba que no sufriera. Sabía que podía hacerlo; no dudé ni un instante y le clavé el facón por arriba de su clavícula hasta llegar al corazón. Brotó un chorro de sangre muy abundante, señal de una muerte que sucedería rápido. El proceso duró un par de minutos; larguísimos. El animal estaba muy tranquilo, como adormeciéndose. Yo no quitaba mi mirada de sus ojos, que se iban apagando lentamente. Al incorporarme noté mis zapatos dorados hundidos en el charco de sangre, lo que me recordó el cuento -Las zapatillas rojas-, de Hans Christian Andersen. El rojo de la sangre no alcanzó a camuflarse con el rojo del vestido.
Esa experiencia transformadora la guardaría durante más de una década, hasta hoy, que el tiempo me ha brindado suficiente distancia para poder hablar de ella.